LAS MUJERES Y LAS LETRAS (JUAN PABLO MARES)

El tema de “Las armas y las letras” ha sido célebre. Miguel de Cervantes Saavedra, le dedicó un capitulo inolvidable. Podría decirse lo mismo de “Las mujeres y las letras”. Sin embargo, aunque ambos han sido tópicos centrales de todas las generaciones, al ultimo le ha correspondido un reconocimiento menos explicito que al primero.

Hace unas noches tome un libro al azar, uno que jamás había abierto y consideraba sin importancia. Quería inducir el sueno con un poco de lectura. En vez de eso, empecé a sentir que cada vez estaba mas despierto. Mis pupilas se dilataban y, como si me hubiera bebido una taza de café, de la somnolencia pase a un estado de gran alerta. Tenía una serie de compromisos al día siguiente. En vano trataba de cumplir mi promesa de solo leer un párrafo más y cerrar el libro. Finalmente, haciendo acopio de toda mi voluntad, pude cerrarlo. Creo que esto hace la diferencia entre un libro seductor y uno que no lo es. El uno despierta y el otro induce al bostezo, a altas horas de la noche esta diferencia se hace mucho mas clara.

Nada tan cercano al oficio de la seducción como la labor del escritor. Emprender un libro acerca de la seducción implica seducir al lector; Oscar Wilde, logro ambas cosas. Borges lo comenta así: “Los largos siglos de la literatura nos ofrecen autores harto mas complejos e imaginativos que Wilde; ninguno mas encantador. Algunos seductores en su vejez, como Kavafis, siguen ejerciendo su oficio a través de la escritura. Tal como un niño que imperceptiblemente se desliza en el sueño mientras su madre le cuenta una historia, el lector debe deslizarse sin sobresaltos en la lectura y distraerse de la realidad… sin darse cuenta. Algunas personas recuerdan vividamente la ocasión en la que abrieron las páginas de cierto libro para hojearlo y no pudieron detenerse hasta llegar al final, en el amanecer del día siguiente. Ocurre con pocos libros y para algunos sucede con uno solo. Recuerdo, la primera vez que viví esta experiencia. En una liquidación de libros de segunda, adquirí la versión de Las Mil y Una Noches, de Rafael Cansinos Assens, era una edición de lujo en papel cebolla. Fue un viernes por la tarde y contaba con un descanso tres días, debido a que el lunes era festivo. Había planeado dedicar ese fin de semana, exclusivamente a estudiar, con miras a presentar un examen de anatomía el martes por la tarde. En la librería tome uno de los tres tomos y abrí una pagina al azar, durante media hora no me moví del sitio. Seguí leyendo en el autobús y al llegar al apartamento, me tendí en un sofá. Leí toda la noche y proseguí durante los tres días ulteriores, interrumpiéndome escasamente para comer y dormir. Eran las ocho de la mañana del martes, cuando consulté el reloj y recordé que tenía una cita. Calculé que, aun apurándome, llegaría tarde. Salí corriendo. Había recorrido una cuadra cuando me asaltó la urgencia de regresar, sin entender exactamente la causa exacta. Solo sabia que estaba relacionada con una leche a punto de hervir y regarse en una hornilla, una bombilla encendida o, quizás, una ventana abierta. Desde la calle pude ver que, esta ultima, estaba cerrada. Afanosamente abría la cerradura de la puerta, olfateando con la nariz empinada un rastro de humo. En la cocina la hornilla de gas no estaba encendida. Irrumpí en mi habitación para averiguar si se trataba de un cigarrillo sin apagar, olvidado junto a la alfombra y, a punto de generar un incendio. Entonces, advertí, mientras una sonrisa surgía en mis labios, que era el libro que se había quedado abierto.

Podríamos multiplicar las anécdotas acerca del poder seductor de ciertos libros; son bastante corrientes entre los lectores habituales, pero son más importantes cuando provienen de quienes carecen de esta costumbre. Recuerdo un libro que obsequie a una trabajadora social; esa misma mañana, una enfermera que pasó por su oficina, hojeo el libro, que había puesto sobre su escritorio y se lo pidió prestado. Al medio día, un soldado, familiar suyo que estaba de licencia, paso por su apartamento, lo abrió mecánicamente mientras le preparaban un café; solo leyó unas líneas y quedo cautivado. Lo pidió en calidad de préstamo. Esa misma noche, en casa de su madre, el soldado, dejo el libro sobre la mesa de planchar; al día siguiente, la empleada domestica lo hojeo y quedo maravillada y nuevamente lo pidió prestado. Hasta ahí, pudimos seguirle la pista al libro. Podría citar otros ejemplos, pero me limitare a dos más. En cierta ocasión una amiga manifestó que deseaba escribir un libro titulado: “Confesiones de una mujer fácil”. Curiosamente empezó hablándome de los libros, no de los hombres, y me confeso su temor a las bibliotecas “Una encuentra ahí, cosas que no estaba buscando, esto me asusta”. Seguidamente, estuvo unos segundos pensativa y luego agrego: “Me da miedo perder el rumbo”. Lo mismo – pensé - puede decirse de la mujer que sale de su hogar y es seducida… pierde el rumbo. Mas tarde, me encontré con G. y comente la declaración de mi amiga. Una amplia sonrisa ilumino el rostro de mi amigo y replicó “Entonces, hace mucho rato que yo perdí el mío”. Y continuo diciendo: “Cuando paso cerca de una biblioteca no puedo seguir de largo”. Esto – pensé -define el acto seductor: “no poder seguir de largo”; para el seductor ocurre con las mujeres y para el lector con los libros. En la película de Truffaut, “El amante de las mujeres”, sucede una y otra vez, tanto para el que seduce, como para la seducida. Luego, B. prosiguió: “En una biblioteca siento que no estoy perdiendo el tiempo”. En este punto, definitivamente lo interrumpí y le dije: “A mí, me ocurre lo mismo, con las mujeres, junto a ellas siento que no pierdo el tiempo”. Inmediatamente G. hizo una aclaración: “Sin embargo, a mi, ocasionalmente, me surgen dudas, sea por que el libro no lo ameritaba y, simplemente, he obedecido a un mecanismo ciego, o porque a pesar de lo interesante que pueda resultar su lectura, reconozco que estas búsquedas no resuelven nada: pues, en ultimas, ningún libro ha solucionado mi sentimiento de abandono, etc.” Me adhiero a esta salvedad, también para mi me asaltan estos momentos de duda; pero convenimos que, por regla general, el con sus lecturas y yo con las mujeres sentimos que no perdemos el tiempo y que ahí esta la clave de nuestras respectivas inclinaciones. Seguidamente, G. permanece callado, girando sus globos oculares hacia arriba, como si consultara un archivo en lo alto de su cerebro y finalmente prosigue: “Cuando uno se relaciona con una mujer que le resulta encantadora, esta exige una decisión con respecto a ella y, aunque en la imaginación, ella puede convivir con dos o más mujeres, en realidad ellas son mutuamente excluyentes. En cambio se pueden cometer toda clase de infidelidades con los libros, por eso cada vez mas me refugio en los libros e insisto menos con las mujeres. Esto sin embargo, no quiere decir que sean menos peligrosos.”

Sin embargo, antes de proseguir es preciso aclarar que la seducción es de índole diversa a la del amor. Hay libros que empezamos hojeando desprevenidamente y, en un abrir y cerrar de ojos, nos hacen olvidar de todo, empezando por nuestra sensatez; pues a pesar del dislate que proponen, nos encantan y cautivan. Su propósito es el goce, el goce de la lectura, igual que la única finalidad que anima al seductor es el goce sexual. No creo que nadie busque significados ocultos o consejos para solucionar su vida en “Las mil y una noches”. El comentario de Borges acerca de Hugo Walpone puede contribuir a aclarar nuestra relación con este tipo de libro: “Nos dice que alguien es el hombre mas malvado del mundo y misteriosamente lo creemos”. Algunos de estos libros son leídos en la infancia o la adolescencia, y cuando son retomados en otras etapas de la vida, vuelven a encantarnos, a pesar de nuestra desconfianza; se convierten en libros-amantes, que aparecen por épocas, de manera intermitente. Otros libros, en cambio, pertenecen al terreno del amor o de la verdad y se convierten en los libros de cabecera que consultamos a diario. El amor ahonda en la realidad y la trasforma. La seducción nos distrae de la realidad. Las personas lo expresan de diverso modo, algunas dicen “me desconecte de todo”, es un comentario corriente entre los amantes. Sin embargo, pasado un tiempo, es frecuente que alguno de los dos incurra en un nefasto error: tratar de llevar al otro a su realidad, convertirlo en su esposa o esposo. Desgraciadamente, luego de un tiempo, cuando se acepta lo impracticable de esta conversión, es inútil recuperar el estado anterior. En la literatura, la obra que mejor retrata este trágico intento es “Don Quijote”. Cervantes no recoge el fracaso de un hombre sino de la humanidad entera. Tal como ocurre en la lectura de los libros de caballería, la seducción sexual funciona dentro de ciertos límites artificiales, dentro de cierta penumbra y ciertos cuartos, con los teléfonos desconectados y sin que nadie toque a la puerta… bajo cierta voluntaria suspensión de la incredulidad. En el amor en cambio, nada nos interrumpe. Por eso la seducción prefiere la noche y el amor el día.

Igual que la mujer, el lector tiene “quince minutos” en los que no tiene objeciones para nada; y, así, como a esta, la descubre el amanecer en unas sabanas ajenas, a este lo sorprende la luz de un nuevo día leyendo en una silla. Coleridge señaló que para esta entrega del lector es imprescindible una voluntaria suspensión de la incredulidad. Esta afirmación da en el blanco mismo del asunto, no solo en lo referente al libro, sino en lo relacionado a la mujer. La credulidad permite la entrega. Solo que conviene dejar en entredicho el adjetivo: “voluntaria”, que antepone Coleridge. El albedrío, tanto para el lector como para la mujer, se encuentra en un punto difícil de determinar entre lo voluntario y lo involuntario. Ambos experimentan una autentica “perdida de poder”; a muchos lectores nos ha sucedido el haber descuidado un compromiso de vital importancia o el haber dejado de estudiar para un examen el día siguiente, a causa de la lectura de un libro que empezamos hojeando al azar; lo mismo puede decirse de la mujer, a la que aguardaban su esposo e hijos y, a la madrugada, como si emergiera de un estado de inconsciencia, repentinamente le dice al hombre al que recién ha conocido: “Loco que estamos haciendo”. La “suspensión de la incredulidad” va de la mano con la “suspensión del tiempo”. La mujer o el lector que al final de su entrega, no experimentan este asombro frente a la manera en que transcurrió el tiempo… sin darse cuenta, no han sido totalmente seducidos, tampoco su entrega ha sido total.

Seducir una mujer tiene la estructura de un cuento, no de una novela. Las descripciones excesivas y las digresiones innecesarias, figuran entre los artefactos que dejan en quien esta leyendo la sensación de una “perdida de tiempo” y por ende en una perdida de la emoción. Extenderse demasiado en un tema que inicialmente cautivo la atención de una mujer, puede dejar la misma impresión de pesadez que causa un párrafo demasiado extenso, el bostezo es la primera señal de alarma. Tanto el lector, como la mujer, no deben ser asaltados por la sensación de haber sido conducidos a un callejón ciego en el que se preguntan qué hacen ahí. Lo grave de esta sensación no estriba en sentir que el tiempo se ha malgastado sino, principalmente, en recordarse de él. El lector se acuerda de sus compromisos y puede dejar el libro para otra ocasión, lo mismo ocurre con la mujer, por eso los relojes deben alejarse sutilmente de su vista. Son muchas las mujeres que, como la cenicienta, se han marchado apresuradamente al escuchar los campanazos que anuncian la medianoche, siempre dejando olvidado algo, y no porque sea demasiado tarde sino porque se recuerdan el tiempo.

Quizás, uno de los aspectos que intriga más a las mujeres, cuando saben de un hombre que ha consagrado su vida al oficio de seducir, es conocer su arte para hacerlas olvidar del tiempo. “A mi me dijeron que eras un mujeriego”, es común oírlas decir, cuando ya es demasiado tarde. Probablemente no hacen la pregunta antes, por temor de echar a perder la experiencia. Otras, empero, hacen el comentario precozmente, tal vez buscando un pretexto para arrepentirse, o simplemente para agitar el fuego. Sin embargo, en la mayoría es difícil de definir la intención: algunas mujeres hacen la pregunta con un brillo en los ojos y una avidez por la respuesta en la que siente una mezcla de curiosidad, miedo y fascinación; y aunque hay las que quieren que, a toda costa, se las convenza de lo contrario, la mayoría, empero, parece querer confirmar su sospecha. Hay quienes anhelan ser la ultima mujer en la lista del seductor; otras, en cambio, solo piden ser una más.

La advertencia que las previene en contra de un hombre faldero, con frecuencia la hace otro hombre que las ha cortejado sin éxito. Generalmente surte el efecto contrario. Nada que seduzca más a la mayoría de las mujeres que un mujeriego. Sospecho que ante él, su vanidad se despierta y desean averiguar que tanto peso tiene su gracia femenina ante un hombre que ha saboreado tantas mujeres. A otras, tal vez, les interesa más la experiencia en sí; saber cuál es la magia de este hombre; cómo puede liberarlas de su desconfianza y llenarlas de credulidad… pero sin que se den cuenta; pues, en esta sutileza demuestra su arte en la seducción. El acto seductor tiene una misteriosa semejanza con el transito que va de la vigilia al sueño; en el que por mas que intentemos darnos cuenta en que momento nos dormimos no lo logramos, ya que en el momento mismo que lo advertimos, nos despertamos. Del mismo modo, cuando una mujer se ha sumergido en la entrevela erótica, existe el riesgo de un sobresalto; son muchas las que estando ya desnudas, de repente parecen despertar y cómo si hasta entonces hubieran estado sonámbulas se sorprenden de lo que están haciendo, se visten apresuradamente y exigen que se las conduzca a su casa. Todo buen seductor sabe que aunque en la fase avanzada puede hacerse todo el ruido que se quiera, gritar, etc.; al comienzo debe andarse de puntillas, como en un cuarto en que alguien recién se duerme. Tratar de acomodarse, apartarse para cambiar de música, puede ser fatal. Un solo gesto inapropiado, es como el chasquido con los dedos con que se despierta a alguien de una hipnosis; desconectar los teléfonos, alejar los relojes y evitar cambios bruscos como el crujir de una puerta… son precauciones inherentes al oficio del seductor. Quizás, el momento de mayor riesgo esta al desnudarlas; si el hombre falla en desabrochar un brassier o bajar una cremallera, puede probar una segunda vez; pero a partir del tercer intento la probabilidad de que la mujer vuelva en si y reaccione negativamente aumentara dramáticamente. En este comportamiento, es probable que, además, exista otra razón mas profunda; pues resulta curioso que aun la mujer que desea ser poseída, se torne inclemente cuando el hombre procede con torpeza; y, a menos que este enamorada, es corriente que éste rechazo sea más fuerte que ella; quizás este vinculado a un instinto que selecciona los mejores individuos y descarta aquellos torpes y vacilantes.

Al igual que aquellos que sufren de insomnio y desean algo que imperceptiblemente los introduzca en un profundo dormir, toda mujer ansia un hombre que la libere de su vigilia; y así cómo en la niñez sus padres le relataban un cuento, para hacerla dormir, anhela un hombre que logre suspender su incredulidad y sumergirla en el sueño erótico. No es improbable que, tanto para los hombres como para las mujeres, el lucrativo negocio de las “llamadas calientes” tenga su fundamento en esta esperanza. Para algunas personas este paralelo es casi textual y aspiran revivir la infancia pero trasladada al plano sexual, exigiendo historias eróticas para facilitar su entrega. Un hombre me confesó que su amante, una sicóloga experta en sexualidad, tenía gran dificultad para excitarse de una manera distinta a esta. Cuando recién la conoció, le pareció divertido y empezó por contarle anécdotas de su juventud. Sin embargo, cómo muchas de sus experiencias resultaban simplonas, el tuvo que distorsionarlas. Finalmente se vio obligado a inventarse tal cantidad de historias y tan atrevidas; que de haberlas recopilado habría conformado un libro; así como Lewis Carrol, intentando hacer dormir a su sobrina, terminó componiendo: “Alicia en el país de las maravillas”. La “Historia de O”, de Pauline Reage, aparentemente nace de las mismas circunstancias; solo que, en este caso, es una mujer que se cuenta a sí misma historias eróticas cuando su esposo se va a trabajar y la deja sola.

Una buena ficción es un sucedáneo del sueño. Los que padecen de insomnio pueden dar testimonio de ello; a menudo, los sorprenden las primeras luces del alba buscando invenciones en los libros que los hagan olvidarse de la realidad, o cambiando de canales en la televisión en busca de una buena película. El hilo conductor que une el sueño, la mujer y el libro, parece encontrar su mejor expresión en Las mil y una noches. El Rey ha ejecutado a su esposa porque le fue infiel. A partir de entonces, solo busca mujeres para una noche y, a la mañana siguiente, las hace decapitar, para que no tengan tiempo de traicionarlo. Además de su misoginia, el rey sufre de insomnio; para distraer su desvelo en las noches se disfraza de hombre común y, en compañía de su visir, sale en busca de aventuras. Ante la escasez de mujeres vírgenes y bellas - la mayoría han sido ejecutadas – finalmente el primer ministro se ve obligado a sacrificar a su propia hija. La primera noche, esta, empieza relatándole una ficción al soberano, el cual queda maravillado. Schahrasad tiene la precaución de posponer el final para la noche siguiente y así por mil noches y una. El rey Schahriar encuentra una mágica cura para sus males: con los cuentos halla un sucedáneo del sueño y, también, un nuevo amor. La suspensión de su incredulidad ha sido doble. Los relatos de Schahrasad para cautivar al rey fueron recopilados en un gran libro.

Nada tan gratificante para el insomne como un relato que tenga la gracia de distraerlo de la realidad; deslizarse en la lectura, imperceptiblemente, como por una pendiente y despertar asombrado en la otra orilla, es algo que pocas veces ocurre. Uno de los escollos del escritor para lograr la fluidez narrativa, surge a la hora de disimular los puntos de sutura que unen los diversos fragmentos del texto. A menos que, como hacen los acuarelistas, se logre la obra de una sola sentada, el escritor retoma su labor bajo diferentes estados de ánimo que necesariamente se reflejan en su obra. Los demás notan de inmediato estos cambios de ritmo y, semejante a la mujer que a punto de entregarse repentinamente se sobresalta por un ruido y se viste a toda prisa, el lector molesto bosteza y cierra el libro. Desgraciadamente, con las mujeres es corriente que ocurra lo mismo que con los lectores, no hay segunda vez.

La reputación que tiene “la primera vez” tiene su asiento en razones que, seguramente, nunca terminaremos de conocer. A todos nos ha sorprendido nuestra precisión, al arrojar despreocupadamente, desde nuestro escritorio, una bola de papel arrugada al cesto de la basura, en el otro extremo de la habitación; atinamos, incluso sin mirar. Es un movimiento lleno de gracia y sin atisbo de vacilación. Cuando, asombrados tratamos de hacerlo por segunda vez, nos creamos una responsabilidad de acertar, surge el temor a fallar y fallamos. Se habla, por eso de la “suerte del principiante”, y en la práctica de tiro al blanco, no es infrecuente que, en su primera vez el alumno supere al instructor; pero, al intentarlo de nuevo, no repita su hazaña. El buen tirador de arco, aquel que practica por años, más que afinar su habilidad, simplemente recupera la soltura de la primera vez, logrando que sus pensamientos no desvíen la flecha. En el segundo encuentro ente un hombre y una mujer puede ocurrir lo mismo: ambos empiezan a tomar posiciones crean expectativas o ponen límites; con frecuencia, el hombre apela a las promesas creando un malentendido fatal. Por eso, la “primera vez”, es casi un ideal de la humanidad.

Hay quienes utilizan la técnica de enamorar para seducir; sin embargo, el acto seductor es totalmente distinto. La diferencia se hace patente en la actitud de la mujer después de su entrega: frente al enamorador, se siente engañada; en el caso del seductor, se pregunta: “¿qué me pasó? Algunas, reaccionan en medio del goce y, como si se despabilaran de un sueño, dicen: “Loco, que estamos haciendo”. El Enamorador recurre a las esperanzas de la mujer y para este propósito, a menudo, necesita de varios encuentros. En cambio, el seductor apela a la atracción pura y no promete nada. Muchas mujeres al ir de turistas a una isla viven esta última experiencia y al comentarlo entre sus amigas confiesan que sencillamente no saben que les sucedió. Algunas de ellas pueden construir un ideal romántico en tornó al hecho, pero éste no entró en juego para su entrega, sino que es una elaboración posterior. Otras, a pesar del exquisito momento de placer, no quieren volver a saber nada de ese hombre y se alejan alarmadas como si hubieran sido victimas de un acto de magia. El estado de encantamiento, sin embargo, procede más de una tendencia innata de la mujer que de los esfuerzos por parte del hombre. La expresión que mejor señala esta inclinación femenina esta contenida en el dicho: “Las mujeres tienen quince minutos”. Durante este período la mujer no tiene objeciones para nada. Todo buen seductor sabe que para la entrega de la mujer no se requiere tanta perseverancia, sino de olfato para detectar esos “quince minutos”. Es tan misterioso y desconcertante el comportamiento de la mujer cuando ingresa en este trance, que un recién llegado puede obtener, con solo transponer el umbral de una puerta y una sola mirada, lo que otro no ha logrado durante meses, o años, de constantes atenciones. Esto no solo es cierto para poseerla sexualmente sino para cualquier entrega, incluyendo la entrega de la dirección de su casa. A casi todos los hombres nos ha ocurrido que una mujer, a la que acabamos de conocer, nos proporcione su número telefónico y este de acuerdo en hacer una cita con una facilidad sorprendente. Sin embargo, al llamarla, luego, nos rechace abiertamente y, como asustada, del avance que permitió.

La mayoría de los hombres hemos dejado pasar esos mágicos minutos, alguna vez; y, lo que es peor, con mujeres trascendentales en nuestra vida. Seguramente, cualquiera, puede evocar la ocasión en que alguna, inesperadamente, se presentó totalmente ofrecida, o esa otra que hizo una llamada telefónica, luego de largo tiempo de ausencia, con el fin de devolver un libro que dábamos por perdido. Aquellos de nosotros que hemos convenido una cita para otro día, podemos declarar nuestra perplejidad al buscarlas luego, en ocasiones ni siquiera recuperamos el libro. Algunas ya no responden al teléfono y si lo hacen usan un tono tan indiferente que deja la impresión de estar hablando con alguien que no nos conoce. Por eso, cuando las mujeres reaparecen jamás se debe posponer la cita para otro día, ni siquiera para el siguiente; pues su disponibilidad escasamente dura un día y, pocas veces, dos. La probabilidad de su entrega esta directamente relacionado con lo inesperado de su reaparición y lo absurdo del argumento para contactarnos. Deben cometerse muchas torpezas por parte del hombre para echarlo a perder todo. Esta disposición nada tiene que ver con la del amor, que es permanente. Durante este lapso la mujer adopta un aire de poseída y algunas, luego de su entrega, desaparecen para siempre o retornan periódicamente, siempre en estado de trance, constituyéndose en amantes menores.

Recuerdo a S. era delicioso atisbar la aparición de esos quince minutos. Nos citábamos en los bares. Nos gustaban las mesas pequeñas y nos sentábamos uno frente al otro. Aunque siempre me dispensaba un trato personal y cálido, mientras departíamos, cada tanto su mirada se salía de foco para mirar alguien que entraba o salía del bar. No coqueteaba con nadie, más bien, lucía ausente. Estos episodios se anunciaban con un repentino pestañeo, como esas muñecas que mueven los parpados mecánicamente. Yo interrumpía mi platica cuando ella hacia esto y la reanudaba cuando volvía a mirarme. Ella nunca me preguntaba porque me había callado, parecía no haberse dado cuenta. Un día resolví preguntarle -¿Qué te pasa? – Ella sorprendida repuso- ¿Qué quieres decir? ¿Qué me puede pasar? - Cuando le expliqué, ella reflexionó un rato y me dijo - Tienes razón estaba pensando en todas las cosas que tengo que hacer mañana. Cualquier hombre con un conocimiento mediano del alma femenina, sabe que es inútil intentar besar una mujer bajo estas circunstancias. El mejor momento para hacerlo es cuando sus ojos cascabelean; cuando adquieren un vaivén semejante a los de un gato mientras juega con un sonajero. Durante ese lapso, los ojos de la mujer se aquietan, pero no del todo, pues una quietud total puede ser otra forma de ausencia. A partir de ese momento, parece olvidarse de su entorno y, aún, de ella misma, y centra su atención, con un interés inusitado y a veces inmerecido, en el hombre que tiene en frente suyo, como si éste acabara de aparecer. Entonces, como si le resultase insuficiente un plano general del rostro de éste, empieza a bailar con sus ojos mirándolo, alternativamente, a un ojo suyo y después al otro y, luego, saltando a sus labios, enfocando y desenfocando ágilmente, e intercalando rápidas panorámicas, para no perderse una sola expresión de su cara. En el hombre, en cambio, este cascabeleo de la mujer, suele provocar lo contrario: su mirada tiende a fijarse en la de ella, como una clavija que la sujeta y alrededor de la cual ella danza.

Estos “quince minutos”, sin embargo, no son necesariamente quince; a veces, se trata de un minuto y en ocasiones el tiempo entre dos instantes. No es algo que surja de manera gradual; por eso es imposible de anticipar. Puede ocurrir abriendo la puerta para entrar a un apartamento, en la mitad de la velada, o cuando ella formalmente se ha despedido. Otras veces, a pesar de las condiciones más favorables, sencillamente no ocurre. La ocasión surge en el momento más inesperado y a menudo en las posiciones más incomodas. Todo buen seductor sabe que aunque tenga toda la noche por delante solo cuenta con ese periodo. Después de eso, a menudo, es inútil insistir. A algunos hombres esta repentina disponibilidad los toma por sorpresa y no saben que hacer; otros pierden esta oportunidad aguardando un poco más, con la esperanza de que este embelesamiento se consolide y así correr menos riesgos de fracasar; sin embargo la disposición de la mujer es exactamente igual en el primer segundo y diez minutos después.

A partir de este instante la mujer adquiere un brillo extraordinario en la mirada y se bebe las palabras del hombre. Sus pupilas, unos minutos antes, cerradas y cavilosas, se dilatan totalmente y hay una expresión crédula y maravillada, comparable solo a la de un niño cuando escucha cautivado un cuento; la mandíbula se afloja y la boca se entreabre… es el mejor momento para besarlas. - Para resaltar este contraste, basta observar los ojos de algunas mujeres luego de un matrimonio desdichado, aquellas que han acumulado resentimientos y ya no creen en las promesas de su hombre; ofrecen una mirada opaca y adoptan un aire desconfiado e incrédulo que se refleja en unas pupilas contraídas como la cabeza de un alfiler -. Nada más seductor para el hombre que la credulidad de la mujer. Pues lo que íntimamente espera el hombre de una mujer es que ella crea en él; basta observar las parejas en cualquier parque de la ciudad, para comprobar el esfuerzo que hacemos los hombres para que las mujeres crean en nosotros, para que crean en nuestros cuentos. Curiosamente las mujeres, en el pasado, parecieron comprender mejor esto y a la hora de maquillarse y coquetear fueron más atrevidas que nuestras contemporáneas; pues no solo imitaron el rubor, sino que fingieron ser crédulas. La belladona, ingerida en el pasado, lograba este doble propósito, su efecto vasodilatador provoca un rubor en las mejillas y su efecto midriático dilata las pupilas; de este modo, además de avergonzarse, fingían ser crédulas, sin serlo; y de seducidas pasaban a ser seductoras.

La fórmula de una relación de pareja parece reducirse a que la mujer crea en el hombre y él tenga confianza en ella. A primera vista la diferencia entre creer y confiar no parece obvia, pero en realidad es enorme y la causa de grandes malentendidos. Cuando la mujer cree en el hombre surge la admiración; por esa razón cuando la mujer deja de admirar al hombre todo termina. En el hombre la admiración por la mujer no es lo corriente, el hombre la idolatra. Esto conduce a esta sencilla formula en la relación de pareja: la mujer admira y el hombre idolatra. Para idolatrar se requiere la fe y para admirar se necesita creer. Es tan universal este comportamiento que - independientemente de que el hombre sea narcotraficante, ecologista, estafador, psicólogo transpersonal o inversionista de la bolsa – todos, a la hora de seducir, lucen igual que el obrero palabreando una muchacha en un parque. Todos buscan convencerla de su cuento o su proyecto de vida; para hacerlo algunos usan las palabras. Otros se valen de sus actos, esta es la finalidad de los torneos en las comunidades primitivas. Los hombres, en cambio, no necesitan creer en las mujeres; ellas no necesitan sobresalir en una competencia y, a menudo, ni siquiera hablar. Parece inverosímil, pero, aún en la vejez, la mayoría de los hombres ignoran qué era lo que su mujer realmente quería en la vida, nunca se interesaron en preguntárselo. Es probable, incluso, que jamás se hallan figurado que ella tuviera un sueño. Resulta bastante factible suponer que la mayoría de los generales y políticos que se entregaron a la espía Matta Hari, no se hallan interesado mayormente en indagar quien era ésta mujer; de haberlo hecho, quizás no hubiesen caído tan fácilmente en su trampa; simplemente hablaron de si mismos, de sus cosas, y ella solo los escuchó. Muchas espías menores han llevado a su cama hombres de estado, y, aunque estos les han entregado su cuerpo, no han lograron obtener los secretos que pretendían. El hombre seducido no es el que entrega su cuerpo, sino aquel que se confiesa y esto último solamente se da cuando siente que puede confiar en la mujer. Seguramente en su facilidad para inspirar esta confianza radicaba gran parte del poder de Matta Hari. Es tan decisivo este aspecto en la escala de valores de un hombre que lo corriente es que para él todo acabe cuando la mujer ha sido desleal, en el momento en que ya no confía en ella. Contrario al caso de la mujer para quien esto ocurre cuando se acaba su convicción en hombre. Por eso, a la hora de seducir los dos sexos utilizan herramientas totalmente distintas: la mujer no intenta convencer al hombre con su propósito en la vida, sino ganarse la confianza de él. Aquí, también, surge otra diferencia: cuando la mujer seduce generalmente busca otra cosa: una información, como hacen las espías, un matrimonio ventajoso, un empleo, dinero, un favor para un ser querido o simplemente salvar su propia vida, como hizo Schahrasad, la protagonista de las mil y una noches. Otras veces, hay un pasado de maltrato, una violación, o una decepción de amor y la mujer se resuelve por un sexo práctico y evita el amor. Los hombres, en cambio, corrientemente seducen por el mero goce, sin esperar nada más, ni siquiera el amor, el cual incluso evitan. Por eso es más corriente encontrar entre los hombres un “seductor sano”.

Pero volvamos a los “quince minutos de la mujer”. La suspensión de la incredulidad, dijimos, se anuncia mediante un “cascabeleo” de sus ojos. En ese instante, a menudo, basta dejarse venir mutuamente, lenta y armoniosamente, como dos masas gravitacionales; pero, muchas veces, no todo esta ganado. Semejante al encantador de cobras que sopla en su flauta, durante este trance, el hombre debe ser altamente intuitivo y abstenerse de cualquier movimiento inapropiado que rompa el encantamiento y le signifique una mordida mortal. Con ciertas mujeres, hay que moverse como un boxeador que su oponente no vio venir y cae a la lona en un Know down; ciertas ocasiones demandan moverse como un rayo, de modo que la mujer nunca sepa en que momento la besaron. Otras veces, resulta preferible renunciar al avance frontal, ya que de todos los sentidos, son los ojos los más cavilosos y al percibir una mano que progresa hacia ella, algo puede dispararse en la vigilancia de la mujer y despertar alarmada, como de un sueño. Es preferible, si se presiente este riesgo, usar un pretexto sin importancia, como el de buscar una botella de licor y, moviéndose sin brusquedad, buscar su espalda. La espalda es la zona por la que se encontrará la menor oposición para acariciar o abrazar su cuerpo por primera vez, porque es la zona que menos le pertenece. Indefensa y necesitada de ayuda para bañarse a cabalidad, o simplemente para aliviarse de un prurito, la espalda es la zona sobre la que tenemos menos soberanía; por eso existen los guardaespaldas. Al punto que podría afirmarse que nadie conoce su espalda, solo la conoce a cabalidad nuestro, o nuestra, amante; que, sin la vigilancia intimidante de nuestra mirada, puede contemplarla más libremente que cualquier otra zona del cuerpo. Parece, incluso, hecha exclusivamente para ella o él; en suma para la entrega. A todos nos ha sorprendido, en una multitud o en la oscuridad de la noche, la seguridad al reconocer a alguien que camina de espaldas a nosotros. En “La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile”, Gabriel García Márquez refiere como, antes de retornar a su país, del que por motivos políticos ha estado exiliado durante años, al protagonista del libro le aconsejan no darle nunca la espalda a sus enemigos; pues, a pesar de las cirugías plásticas que han trasformado su cara y el entrenamiento para cambiar su voz hasta hacerla irreconocible, podría ser reconocido fácilmente por la espalda, ya que nadie finge por detrás de su cuerpo. La espalda es tan honesta que dar la espalda es la mejor forma de “dar la cara” tanto para el odio como para el amor.

Para propiciar estos “quince minutos” el recurso mas antiguo y efectivo consiste en maravillar la mujer; algunos hombres se valen de sus atributos personales, pero el mismo resultado se obtiene con algo ajeno. Hace solo unos días tuve la ocasión de dilucidar un poco este tema. A cambio de comprar una crema de afeitar, participé en una rifa cuyo premio eran dos pasajes de ida y vuelta a una de las siete maravillas del mundo. Luego, de introducir la boleta en el buzón, me alejé cavilando sobre cuáles eran los criterios para definir lo maravilloso. Esa misma noche, en un espectáculo de jazz, que no fue maravilloso, obtuve la respuesta. Noté, la manera en que, una y otra vez, me distraía pensando en diversas cosas, entre ellas pensando cómo podría definirse lo maravilloso. Darme cuenta qué hacía cuando no estaba maravillado me permitió aclarar el significado; básicamente lo que hacía era pensar y, para justificar mi presencia ahí, cada tanto tenía que esforzarme por concentrarme en la obra musical.

Cuando asistimos a un concierto y de manera natural, sin ningún esfuerzo, nuestra atención se concentra en lo que estamos presenciando, y semejante a un niño que escucha asombrado un cuento, aflojamos el mentón, dilatamos las pupilas y dejamos de pestañear, puede decirse que estamos maravillados. Por eso, prefiero no calificar una obra musical mediante un análisis intelectual sino por los cambios que provocó en mi atención. Hay, por ejemplo, obras en las que no bostezo, pero en ningún momento dejo de pestañear. Hay otras que no son establemente amenas y, por ratos, me emociono y, luego, vuelvo a mi mismo. Frente a lo maravilloso, en cambio, dejo de pensar, me olvido del tiempo. Quizás esta sea la razón por la que los ególatras celebran tanto la música, en ella encuentran un descanso, se olvidan de si mismos. Es probable que esta aparente paradoja explique la perplejidad que nos causa hallar en ciertas personas bajas y egoístas, una gran sensibilidad musical.

Quizás, lo extraordinario de las “cosas maravillosas” no radica tanto en lo que tienen en si mismas sino en lo que provocan en nosotros. Es probable que esto también sea lo que inconscientemente perseguimos al enamorarnos y que, en realidad, lo que añoramos cuando nos abandona la persona amada, no es tanto su presencia sino su capacidad de hacernos olvidar de nosotros mismos. En toda entrega es indispensable este olvido, tanto para la mujer como para el hombre: ambos olvidan el tiempo y surge la despreocupación por representar cualquier papel, así nace la audacia de permitirse ser uno mismo. Sin embargo, aunque el hombre puede seducir maravillando la mujer al mostrar lo mejor de si mismo; como ya se dijo antes, también puede hacerlo deslumbrando con algo ajeno a él, el lujo. Algunos lo han hecho construyendo palacios o suntuosas residencias y otros, con recursos más baratos, cómo una noche de estrellas. Es probable, que esto arroje una luz que explique el motivo por el cual los seductores y los libertinos compiten con los taxistas en el conocimiento de las calles de los suburbios y los barrios bajos; es fácil maravillar una mujer que viene de una ruidosa casa donde son frecuentes los escándalos y en la que duermen varias personas en un mismo cuarto y es conducida, por primera vez, a un elegante apartamento de soltero.

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