Mi confesión Prólogo



Salud Hernández-Mora
Corresponsal del diario El Mundo, Madrid - España
Columnista del diario El Tiempo, Bogotá – Colombia

Si las personas que apoyan moralmente a Carlos Castaño y a su grupo armado dejasen de hacerlo después de leer este libro, ya habría merecido la pena su publicación. Y si contribuyera a despejar de muchos corazones las ansias de venganza por el crimen de un ser querido que quedó impune para siempre, también estaría justificado. Porque resulta aterrador pasar las páginas ensangrentadas con decenas de muertes cuyo autor o inductor invoca en aras de una causa que él considera legítima: acabar con la subversión en Colombia al precio que sea al tiempo que venga el asesinato de su padre.

Pero este libro es algo más que las confesiones de uno de los principales actores de la guerra que está desangrando este país sudamericano. Es un reflejo de la descomposición de la sociedad colombiana, de la suciedad de un conflicto armado que hace años dejó de ser ideológico, del cinismo e ineptitud de los políticos, de la incapacidad del Estado de cumplir sus funciones constitucionales, de la falta de ética de los dirigentes y de algunos dueños de medios de comunicación, de la crueldad de los grupos al margen de la ley, de la doble moral de todos ellos; en fin, una radiografía a veces siniestra y en ocasiones patética, de una nación que naufraga ante la pasividad de su clase dirigente y el sentimiento de impotencia de sus ciudadanos.

Sin embargo, algunos lectores y muchas personas que no quieran siquiera leer una línea, sólo verán en él la apología del terrorismo, darle espacio a un confeso de decenas de asesinatos para que explique las razones que le llevaron a cometerlos. Pienso, por el contrario, que es un documento periodístico que nos ayuda a conocer mejor a una persona que, desafortunadamente, está influyendo de manera decisiva en la Colombia actual y que ha sido uno de los protagonistas de los episodios más trágicos de las dos últimas décadas.

Contribuye, también, a comprender que las AUC no son los hijos díscolos del gobierno de turno y de los militares, sino que funcionan de manera autónoma, que el monstruo se les salió de las manos. Que con ese “grupo político-militar de resistencia civil armada antiguerrillera”, único en el mundo y reforzado cada día por la degradación social antes mencionada, sólo se saldrá por la vía de la negociación, se quiera o no.

Castaño, un autodidacta que se define como más político que militar, es un personaje poco conocido, involucrado en infinidad de crímenes y de acontecimientos oscuros. Pero nadie puede discutirle la franqueza con que aborda algunos temas macabros y su decisión a aceptar algunas verdades nada favorables sobre él, su entorno cercano y su organización.

He tenido la oportunidad de entrevistarlo en tres ocasiones, corroboré esa sinceridad y sentido autocrítico ocasionales, así como su facilidad para conectar con las preocupaciones de un amplio sector social, aunque nunca me concedió el tiempo suficiente para tratar asuntos del pasado, o intercambiar opiniones con amplitud. Es, además, un entrevistado acelerado, inquieto, difícil, que habla como una ametralladora, y apenas deja un resquicio para meter una frase o un apunte. Por esa razón, cuando coincidí en una de esas entrevistas con Mauricio Aranguren y supe del trabajo que estaba preparando, me pareció una buena iniciativa, la única forma de llegar a saber una parte de la verdad, interesada, por supuesto, de muchos acontecimientos de la historia reciente colombiana.

“Este libro es verdad pero no toda la verdad”, dice Castaño. Y es tan sólo, no lo olvidemos, su verdad y, por si fuera poco, parcial. Por tanto, todo el contenido habría que ponerlo en cuarentena y contrastarlo con otros testigos, algo que, sabemos, no será fácil. La escasa o nula credibilidad que merecen políticos, algunas autoridades, mafiosos o grupos guerrilleros también involucrados en la mayoría de los acontecimientos relatados, hace concluir que llegar algún día a saber a ciencia cierta lo que realmente ocurrió será misión casi imposible. Pero, al menos, este libro es, a mi juicio, entre verdades, medias verdades y silencios, un aporte interesante y ojalá otras partes se atrevan a imitar el ejemplo.

Quizá uno de los pasajes que más polvareda levantará es el referido a la toma del Palacio de Justicia y al asesinato de Carlos Pizarro, el candidato presidencial procedente del M-19. No creo que ni su familia ni sus seguidores acepten las implicaciones que Castaño le adjudica con la mafia.

“Carlos Pizarro era el hombre de Pablo Escobar. Los narcotraficantes soñaban con el poder y Pablo siempre quiso la presidencia”, afirma Castaño. Por esa razón, “¡Pizarro tenía que morir!”.

Según el comandante de las AUC, la toma del Palacio de Justicia se decidió en su presencia en la Hacienda Nápoles. Era el favor que le haría el M-19 a los narcos a cambio de unos millones de dólares. Con eso lograrían destruir los archivos en donde se guardaban los casos contra los mafiosos.

Y no sólo eso. Pizarro, asegura el confeso, había hecho otros trabajos sucios porque “Pablo lo mantenía chantajeado y extorsionado. Escobar tendría un idiota útil en la presidencia o en el cargo que alcanzara”. Esa fue su sentencia de muerte. En ese momento, Castaño y otro grupo se invisten de ángeles justicieros y planean su crimen, cometido, como es bien conocido, en el interior de un avión en vuelo. En el capítulo II cuenta de forma escalofriante los pormenores de la preparación y la forma en que se llevó a cabo.

“Mataron a quien iba a salvar a este país; se morirán los candidatos de la hijueputa oligarquía”, dice Castaño que fue el comentario rabioso de Escobar al conocer la noticia.

La vida y muerte, que algunos cuestionan, de Fidel Castaño, acaecida el 6 el enero de 1994, contada con bastante detalle, ayuda a comprender mejor a su hermano y la doble moral que practica. A Fidel le disculpa sus nexos con el narcotráfico, sus arrebatos criminales, su obsesión por convertirse en millonario, su participación en la venta de arte a los mafiosos, incluso sus fraudes. Pero hay que reconocerle la franqueza con la que habla del mayor de los Castaño, el hombre más importante en su vida. “Fidel fue un gran hombre, un muy buen hermano, antisubversivo hasta los tuétanos, pero no tenía todos los escrúpulos”.

Fidel muere, según relata el comandante de las AUC, por un error en una escaramuza, de un disparo en el corazón. Lo enterraron en algún lugar del Nudo del Paramillo.

Pero el origen de todo, lo que le llevaría tiempo después, a los 29 años de edad, a asumir el control de las AUC, fue el secuestro y posterior asesinato de su padre. “Yo puedo perdonar todo lo que ha pasado en estos veinte años de guerra, pero la muerte de mi padre, no”.

Tal vez todo lo referido a ese crimen, y a la venganza que emprenden los dos hijos, es uno de los episodios que dejan más perplejo al lector. Habría que preguntarle a Castaño cuántos padres no han perdido sus vidas porque Fidel y él decidieron tomarse la justicia por su mano ante la falta de acción, habitual por otra parte, de los tribunales y de los cuerpos de seguridad estatales. Cuántos hijos esperan de Castaño una explicación, cuántas lágrimas no ha hecho derramar inútilmente. Pero aún hay algo que llama más la atención. “Ese capítulo de mi vida aún no se ha cerrado si no me devuelven el cadáver de mi padre”.

¿Sabe el comandante de las AUC las miles de familias que aguardan a que sus hombres les devuelvan los cadáveres de sus seres queridos que ellos masacraron? ¿Acaso ignora lo que su gente llama el cajón largo? En fin, supongo que esto mismo se preguntarán indignados las víctimas de su particular justicia.

“Durante el primer año fuimos una organización de espíritu exclusivamente vengativo, y cuando ya habíamos ejecutado a la mayor parte de los asesinos de mi padre, comenzamos a ser justicieros... Éramos unos pistoleros vengadores con una causa por la justicia. Así de sencillo.”

Con sólo dieciséis años Castaño ejecuta a su primer guerrillero de civil, el hermano de uno de los que mataron a su padre. “Recuerdo, como si fuera hoy, lo que le grité: No creas que me vas a matar a traición y amarrado, como a mi padre, hijoeputa... Ahí le metí tres tiros más en la cabeza”.

Como es habitual en la historia de este país, más de uno aprovechó la creación del grupo vengativo para que les hicieran el trabajo sucio; como en una ocasión me confesó Castaño, ellos fueron los tontos útiles del régimen. Y, por supuesto, nadie puede negar la connivencia de las Fuerzas Armadas en la gestación y posterior desarrollo de las AUC.

“Muchas veces se nos acercó un policía o un cabo para decirme: Carlitos, ve ese hombre en la esquina del cementerio, es un guerrillero; no hay ninguna prueba contra él, ustedes verán qué hacen... Se coordinó la acción... y al salir el subversivo, lo ejecutaron”.

En otros apartados queda demostrada esa colaboración, nada sorprendente por otro lado, ya sea dejándole seguir tras ser reconocido en un retén, o mirando hacia otro lado cuando su banda armada realiza una incursión.

Aún así, Fidel Castaño sugirió en su día una separación de las AUC y las Fuerzas Armadas. “Hermano, esto no es por donde lo estamos haciendo, al lado del Ejército no vamos a llegar a ninguna parte, más adelante nos van a matar, aquí vamos a pelear a nuestra manera. Esto es guerra de tierra arrasada”. En la actualidad, debido al esfuerzo conjunto de Gobierno y cúpula militar, poco reconocido en el exterior, la división es mayor pero aún no es total.

Sobre la creación de las AUC, Castaño indica que uno de los pilares fue el mayor Alejandro Álvarez Henao, del Batallón Bomboná, de Puerto Berrio, quien “tenía muy claro que había que combatir a la guerrilla con sus mismos métodos irregulares”. Tanto el citado militar como “Caruso”, papá de otro uniformado, y Fidel Castaño “fueron los padres de la Autodefensa paramilitar en Colombia. Al mayor Álvarez la institución le importaba un carajo, y decía: «Muerte a la guerrilla»”.

Más tarde crecieron hasta llegar a constituir el ejército federado actual de 13.000 hombres, incluido en la lista de organizaciones terroristas elaborada por el Departamento de Estado de los Estados Unidos. Entre sus comandantes y patrulleros, Castaño reconoce que hay menos idealistas de los que él quisiera y que la guerra y el caos general del país es un gran negocio para muchos de ellos, como lo fue para su hermano.

“A mí me pueden pintar como Satanás ante el mundo, pero la pregunta que tarde o temprano tendrán que poner en la balanza es: ¿Qué genera lo que ha liderado Castaño?, eso es lo importante. Sólo me consuela que yo no empecé esta guerra, y las Autodefensas somos hijas legítimas de las guerrillas en Colombia”.

Castaño desvela la participación de civiles supuestamente respetables, que fueron en algunos momentos el cerebro gris de su organización armada, el dedo que señalaba los objetivos a eliminar. Habla del Grupo de los 6 que habrían ordenado el asesinato de Bernardo Jaramillo al que Castaño asegura que se opuso, si bien gentes cercanas a su grupo lo ejecutaron.

En cuanto al extermino de la Unión Patriótica, se atribuye cincuenta crímenes de los centenares que se produjeron y el resto se los achaca a Rodríguez Gacha, “el Mejicano”. Y justifica los suyos por tratarse de verdaderos guerrilleros. Si bien más de uno discutirá la cifra, como si no fuese suficientemente aterradora, su confesión podría colocarle ante una Corte Penal Internacional, el anhelo de muchas de sus víctimas y de los que rechazamos de plano todos sus crímenes. Sin embargo, no creo que llegue nunca ese momento. Esas fuerzas oscuras de las que tanto se habla en este país acabarán antes con su vida, cuando sientan que no lo necesitan más.

Dentro de las AUC Castaño admite que hay 300 ex militares y 600 ex guerrilleros, tanto del EPL como de las Farc y del ELN. La incorporación de los antiguos rebeldes a las filas de sus verdugos es una de las razones que explican la falta de lógica de una guerra que Castaño reconoce que sólo sobrevive por los ingresos del narcotráfico y los intereses particulares de diversos colectivos.

En el capítulo dedicado a las conversaciones secretas entre Castaño y sus representantes con el gobierno de Andrés Pastrana, lo más revelador es la falta de visión que tiene la presente administración sobre el proceso de paz, su desconocimiento absoluto del personaje tanto como de la realidad social del Sur de Bolívar. No creo que ningún lector levante las cejas de asombro por la improvisación que reflejan las negociaciones y tal vez por ello resultan tan creíbles. Incluso la entrada en acción de paracaidistas como Abel Matutes, ex comisario europeo y ex ministro de Exteriores español, así como del ex presidente Felipe González, ambos desconocedores del terreno que tendrían que pisar, dan credibilidad a la versión presentada de los hechos.

El libro también hace revelaciones sorprendentes sobre los Pepes, la colaboración de Castaño con el DAS en la captura de Pablo Escobar y en la desactivación de varios carros-bomba, La Terraza, la guerra en Urabá, la lucha urbana contra la guerrilla, la confrontación armada con el ELN, el entrenamiento militar de Castaño en Israel, la nueva estructura de las AUC, Salvatore Mancuso, su probable sucesor, su matrimonio con la hija de 18 años de un ganadero, sus asesores políticos, su relación con los carteles de la droga...

En resumen, es un libro que generará polémica. Será debatida la conveniencia misma de su existencia, la imparcialidad del periodista, de la que yo no dudo en absoluto; la sinceridad del personaje asumiendo crímenes terribles, algo que nadie antes había hecho. También se discutirá la necesidad de que aparezcan documentos periodísticos con verdades parciales sobre los que se pueda más adelante investigar y, por encima de todo, la veracidad de los hechos que en él se relatan.

El texto, por otra parte, ayuda a predecir unos próximos meses caracterizados por un recrudecimiento del conflicto armado que asolará más, si cabe, al país.

En todo caso, para construir algún futuro en Colombia habrá que conocer bien el pasado y las causas que han conducido a la tragedia actual. Pienso que esta “Confesión”, para bien o para mal, contribuyen de alguna manera a ese propósito. Al menos, servirán para que los gobiernos ineptos no sigan dando palos de ciego en la lucha contra los grupos armados, y para que quienes defienden y apoyan a alguna de las dos trincheras, reflexionen sobre la espiral de destrucción y muerte que su frivolidad, irresponsabilidad y falta de escrúpulos ha causado.

De esta guerra sucia, injustificable, son responsables muchos más colombianos que los 25.000 combatientes ilegales que la libran. Carlos Castaño puede ser Satanás, pero con otro Estado y otros dirigentes, con una sociedad justa de sólidos valores, sin una guerrilla que hace años dejó de ser revolucionaria, y sin una legión de verdugos a la sombra peores que él, jamás hubiera llegado a formar las AUC con la fuerza y el poder que tienen en la actualidad.

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