La Minga indígena golpea seriamente el Establecimiento

Por: Luis Eduardo Saavedra S.
Fecha de publicación: 25/10/08


El 12 de Octubre de 1492 cae la desgracia sobre las comunidades amerindias. En Colombia esta fecha trágica era celebrada paradójicamente con el nombre del día de la raza.

El ilustre general venezolano Francisco de Miranda, cuyo nombre está gravado en el Arco del Triunfo, se inspiró en Colón para crear la palabra Colombia que luego tomaría Bolívar para bautizar su nuevo reino: La Gran Colombia que unía, en una sola nación, a Venezuela, La Nueva Granada (de ahí que los venezolanos todavía nos llamen neogranadinos) y al Ecuador. Para las comunidades indígenas Colón es símbolo de genocidio.

En 516 años, desde el descubrimiento de América, los indígenas han sido sometidos a la esclavitud, a torturas inenarrables, al despojo de sus tierras, a la desnaturalización de su cultura y su cosmogonía, al asesinato y a la extinción.

Cuenta el historiador Enrique Caballero que “nunca vieron los indios que se llegase a castigar a un español por pecados y delitos atroces mientras que al nativo, por el hurto de una gallina, se le empalaba, es decir, se le ensartaba en un palo, como una ave en un asador, o se le azotaba en la plaza, o se le cortaba una oreja, según el humor del encomendero o alcalde” (Incienso y pólvora, 1980).

Caballero introduce en su libro un personaje poco conocido en la historia colombiana: Diego de Torres, “Un hombre extraordinario en quien confluyeron las sangres de un conquistador y una cacica. Como bastardo de un compañero de Don Gonzalo Jiménez de Quesada (quien, según el célebre historiador Germán Arciniegas, inspiró el Quijote de Cervantes), recibió educación de gentilhombre y descolló en justas y juegos de varas. Como figura dinástica de la corte del Zaque, hablaba el chibcha, tenía amplias extensiones de tierra, poblaciones subordinadas y caudas de indios sumisos y fue señor absoluto de Turmequé”. Como indio conoció las atrocidades y las injusticias de la Colonia y como español dispuso de vías de comunicación verbal –cuenta Caballero- que le permitieron redactar para Felipe II testimonios de implacable elocuencia sobre el genocidio en las tierras conquistadas.

En uno de sus escritos cuenta Diego de Torres: “les predican a los indios que no hurten porque se van al infierno, y que guarden las fiestas, pero ellos ven que el mismo que les predica les tomas sus mujeres; otros les roban sus haberes miserandos y les hacen trabajar sin gratificación alguna. En contraste con esta situación, los amos blancos hacen lo que se les plazca con sus espadas y con sus uñas: roban, matan, se rodean de mujeres esclavizadas y lo que es peor es que los mismo ministros de justicia les favorecen y encubren, aunque hayan empalado y ahorcado más de sesenta indios de dos años a esta parte sin causa ni razón sino para ejercitar su despiadada prepotencia” (Incienso y pólvora).

Cualquiera diría que se exagera al evocar, a estas alturas, tales atrocidades de la Colonia española; se diría que los tiempos han cambiado. Pero hasta hace unos 40 años era de común ocurrencia entre los terratenientes llaneros (Llanos orientales) la ‘guajibiada’, práctica consistente en cazar con perros y rifles a individuos de la etnia guahiba, cuando se sospechaba que estaban robando ganado, sin ningún reato de conciencia porque se los consideraba dañinos y, sobretodo, irracionales –la gente sostenía, sinceramente, que carecían de alma-. En el libro Cantaclaro de Rómulo Gallegos, en los llanos venezolanos, cazan a un indio que antes de ser ahorcado suplicaba vanamente: “que yo no robando maute (ternero) que yo perdón te pidiendo”.

Y esto referido a una poderosa etnia que maravilló a Humboldt. Que hace 400 años comerciaba con moneda: la ‘quiripa’, que circulaba como medio y cuota de canje. “La ‘quiripa’ –relatan los antropólogos Nina S. de Friedman y Jaime Arocha en su libro Herederos del Jaguar y la Anaconda- circuló en los Llanos y se movió hasta los andes colombo-venezolanos y la Guayana…Los guahibos recibieron ‘quiripa’ a cambio de esclavos Achaguas”. Según estos autores fueron guahibos los indígenas que en número de 1.500, debidamente montados a caballo, conformaron el grupo rebelde de los Llanos que en 1781 engrosó el movimiento de los comuneros en Támara, Pore, Morcotes, Paya y Pisba, al grito de “¡viva el rey inca, muera el rey de España!”. Esta increíble comunidad, hasta hace unos pocos años, era diezmada como plaga.

A la llegada de los españoles existían cerca de diez millones de indígenas. Según el último censo sobreviven 1’378.884 en condiciones lamentables. En el trascurso de 500 años perdieron cerca de 83 millones de hectáreas del territorio que hoy configura a Colombia hasta quedar reducidos a 31.2 millones, conservadas desde siempre por ellos mismos (según la organización indígena ONIC, el gobierno colombiano solo les ha comprado 11.200 hectáreas desde 1968), en zonas inexpugnables de bosques húmedos tropicales, páramos, lagunas, montañas, parques nacionales, etc., de tal suerte que el 85% de estas tierras no son cultivables.

Es decir, Colombia se volvió un país de minorías étnicas a diferencia de muchos países latinoamericanos en donde los pueblos indígenas son mayoría. A pesar de esta situación sobreviven 82 grupos étnicos amerindios con sus propias lenguas, poderes, institucionalidades, autoridades y sistemas normativos, la mayoría de los cuales aún se conserva, no obstante que 18 de ellos están en peligro de extinción, entre estos los Nukak Makú, los últimos nómadas de la Tierra que deambulaban desnudos por las intrincadas selvas de la Amazonia colombiana (apenas sobreviven unos 400).

La Constitución de 1991 hizo un pleno reconocimiento de la diversidad étnica y cultural de la nación. Tiene 22 artículos referidos a los derechos de los grupos étnicos, a más de un número significativo de normas y disposiciones que se han legislado con posterioridad a su promulgación. En materia de desarrollo existe una norma que dice que “ninguna obra, exploración, explotación o inversión podrá realizarse en territorio indígena, sin la previa concertación con las autoridades indígenas, comunidades y sus organizaciones”. Es decir, sin su consulta previa.

En cierta forma, esta norma institucionalizaba el poder de veto de las comunidades indígenas sobre proyectos de desarrollo nacional o regional que tocasen o afectasen sus territorios, ricos en biodiversidad o petróleo o estratégicos para megaproyectos estatales: represas hidroeléctricas, puertos, vías, canales interoceánicos, corredores multimodales para el modelo de globalización neoliberal, etc.

Con todo, no ha sido fácil: la comunidad U’wa tuvo que apelar a esta norma, a la tutela y a la amenaza de suicidio colectivo para frenar un proyecto de exploración y explotación petrolera que una multinacional del petróleo pensaba adelantar en territorio Samoré, su tierra ancestral, para que prevaleciera la intangibilidad de sus lugares sagrados (templos o iglesias para los no indígenas) sobre la exploración y explotación petrolera, algo que constituía no solo un escándalo sino la estupidez absoluta en el ideario neoliberal.

Para los indígenas el petróleo es la sangre de la madre Tierra y perforarla para extraerlo es un atentado contra la madre que les dio la vida, que los sostiene, que los recibe en su seno cuando mueren y que los regenera. Para los países desarrollados el petróleo es la sangre de sus industrias contaminantes, el combustible vital, el oro negro maldito que justifica las guerras, la invasión y el saqueo a despecho de que se altere el clima, ciegos al hecho de que las perturbaciones climáticas han sido las responsables de las extinciones masivas prehistóricas.

Para los indígenas, “desarrollo es mantener nuestra lengua, nuestro territorio, es trabajar nuestras chagras; una cantidad de cosas que hacen que exista nuestra cultura. Para los no indígenas, desarrollo es pavimentar las carreteras, es tener infraestructura y otra cantidad de cosas” (Estudio sociocultural de los pueblos indígenas Camentzá e Inga)

Intentar avenir esta dualidad conceptual es como conciliar el cielo con el infierno. Sobretodo porque media la felicidad. No en vano Freud en El malestar en la cultura establecía la tesis de que la civilización occidental sólo le había aportado infelicidad a la humanidad por haber renunciado a la vida instintiva en pos de un progreso sin límites a expensas de los recursos de un planeta con límites claramente definidos, exacerbando así la agresividad extrema que acompaña al hombre desde la prehistoria.

Y eso que no logró percibir en su totalidad el infierno nazi y menos el neoliberal, quizá peor que el anterior: un modelo económico concebido para arruinar a la humanidad, sumirla en el sufrimiento y la muerte, degradar el planeta hasta límites extremos para que una élite de parásitos se enriqueciera a un nivel tal que, de hecho, exige una explicación patológica. Con razón, tras su estrepitosa caída, surge el clamor de llevar a juicio, como los nazis en Nüremberg, a quienes llevaron adelante el infame modelo económico.

Con todo, sí percibió Freud el horror de un holocausto termonuclear: “Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales, que con su ayuda les sería fácil exterminarse hasta el último hombre. Bien lo saben y de ahí buena parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia”. Dicho esto en 1930. ¿Qué hubiera dicho Freud del arsenal nuclear que acumularon los EE.UU. y la URSS en su guerra fría? Y peor: ¿qué hubiera pensado de un imperio hegemónico gobernado por psicópatas con más de siete mil cabezas nucleares a su disposición?

En estas condiciones, ¿qué respeto pueden tener los indígenas sobre los no indígenas? Ellos que cuidan con un rigor inusitado a su Pachamama, ven que las potencias prepotentes están en capacidad de destruirla en segundos o, en su defecto, propiciar el advenimiento del infierno sobre la Tierra -como dicen los científicos- con el cambio climático; la muerte lenta, el momento en que ningún hombre podrá escapar de los desastres naturales como el Katrina u otros.

Los Arhuacos y otras etnias que viven en la imponente Sierra Nevada de Santa Marta, una formación geológica que se eleva casi a los seis mil metros frente al mar Caribe, nos llaman “los hermanos menores”, a título de eufemismo para no decirnos algo peor.

Se ha traído a cuento la Constitución política del 91 porque quienes la configuraron fueron en su mayoría personajes de la izquierda democrática, representantes de las minorías étnicas, liberales progresistas, académicos, etc. Ya promulgada, fue caracterizada como una Constitución para ángeles en un país de bárbaros. Lo cierto es que fue una Constitución verde antes de la cumbre de la Tierra en Río (1992), más de 50 artículos se refieren a la protección ambiental, más toda la reglamentación posterior que dio origen a una profusa normatividad en este terreno, así como 22 artículos referidos al reconocimiento de la diversidad étnica y cultural. Colombia fue declarado un país multicultural y pluriétnico.

La Constitución de 1886 que nos gobernó durante 100 años, antes de la del 91, la caracteriza espléndidamente el escritor Willian Ospina: “Esa mala costumbre nuestra de creer que nacimos en el lado oscuro del jardín y que por eso tenemos que fingir que nacimos en otra parte, puede simbolizarse en la figura casi caricatural de Miguel Antonio Caro, que solo hablaba en latín bajo los alcaparros del altiplano, que jamás salió de la Sabana de Bogotá, que gobernaba a Colombia como si fuera la Roma de Propercio o de Cicerón, y que nos dejó durante cien años de soledad una Constitución para la que no había indios ni negros ni selvas ni tierra caliente ni lluvias del Chocó ni malocas amazónicas ni el bastón susurrante del chamán ni el arrastrar de cadenas invisibles de la cumbia ni la frenética electricidad de los danzantes del mapalé.”

Toda esta riqueza natural y cultural que estaba “invisibilizada, acallada y excluida” como dice Ospina, fue incluida en la nueva Carta Política de Colombia.

Lo inverosímil es que el Presidente que la convocó, César Gaviria, fue el triste precursor del neoliberalismo en el país. A él le tocó introducir el nefasto modelo como algo sobrenatural, con la consigna de “Bienvenidos al futuro” (los resultados de la economía de mercado han sido tan desastrosos que hace rato Gaviria se declaró socialdemócrata). Así que la nueva Carta, cuya sola aplicación, en rigor, sería un paso revolucionario quedó en las garras del modelo catastrófico y virtualmente sucumbió en un larga agonía, casi ad portas de la muerte en el Estado mafioso de Uribe que no cesa de atacarla, de cercenarla, de despojarla de su espíritu renovador. Gran parte del establecimiento que se ufanaba de su rancia estirpe, de su exquisitez, de su elegancia, de su glamour, también sucumbió al embrujo de la mafia, pero en especial al encantamiento de los dineros malditos. Y las capas medias y buena parte del puro pueblo también cayeron seducidos ante el carisma de este nuevo Mesías tropical. El país quedó como congelado en una jaula hermética, como aletargado, unos por el encantamiento y otros por el físico terror.

Esta parálisis virtual se quebró ante la tremenda dinámica de las marchas indígenas, frente al paro de los corteros de caña de los ingenios azucareros del Valle del Cauca, hacia el suroeste del país, en las inmediaciones de las montañas escarpadas donde viven los pueblos indígenas que se levantaron en esta minga histórica.

Los corteros de caña, dentro del esquema neoliberal, fueron reducidos a la esclavitud. Son contratados por una ‘Cooperativa de Asociados’ en manos de sindicalistas que pervirtieron para explotar a sus hermanos. Los contratan como ‘empresarios’ para escamotearles las prestaciones sociales, los hacen trabajar un promedio de 14 horas diarias con menos de un salario mínimo, sin ningún tipo de seguridad social o de salud. Todo lo tiene que costear el trabajador. Mientras tanto, el señor Ardila Lule, propietario de la mayoría de los ingenios azucareros y personaje frecuentemente reseñado en las revistas Forbes y Fortune, uno de los más acaudalados magnates de América Latina, se hace el desentendido frente a su masa esclavizada (18 mil corteros), sostiene que nada tiene que ver con ellos puesto que él no los contrató: la desfachatez neoliberal.

Pero ahí van: indígenas y corteros marchan hacia Cali en medio de un convulsionado clima de agitación laboral: el jueves 23, la CUT, la poderosa central obrera, convocó a un jornada nacional de protesta y de solidaridad que colmó la plaza de Bolívar en Bogotá, corazón político de Colombia.

De nada le valió al gobierno haber declarado el estado de conmoción interior para conjurar las luchas populares. De nada le sirvió haber asesinado a tres indígenas y herido a 121, según datos de la ONIC; de nada le sirvió haber violado en este año 127.871 derechos de los indígenas en diversas categorías: desplazamientos, desapariciones, confinamientos, amenazas, acciones militares en resguardos, etc.; de nada le valió a Uribe exigirles, para hablar con él, que tenían que pedirle perdón al ejército y a la policía -que los masacraba-, dizque por supuestos atropellos a la fuerza pública, armada hasta los dientes, mientras los indígenas se defendían con piedras, palos y machetes. Ellos respondieron que no tenían por qué pedirle perdón a un “gobierno ilegítimo manejado por delincuentes”. De nada le valió a los medios, en especial a los televisivos (uno de ellos de propiedad de Ardila Lule) manipular las imágenes para presentar a los indígenas como terroristas violentos. Finalmente Uribe tuvo que reconocer, a regañadientes, que la policía había disparado contra la multitud y que lo mejor era que dejaran las diferencias y hablara en Cali el próximo domingo. A Cali llegarán cerca de 30 mil indígenas que evidentemente golpearon al establecimiento.

lessaavedra24@yahoo.es

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