En busca de mamá










Establecer la ruta para encontrar a mamá

Duele cerciorarse que el olvido es benigno con nuestra orfandad, pretender encontrar el último residuo de Lilián, implica recoger coordenadas olvidadas en una base de datos de la Oficina de Pompas fúnebres, donde se cotiza el dolor de los deudos por metro cuadrado de tierra ocupada en un conglomerado muy tranquilo, sólo asediado por uno que otro plañidero, que llora como siempre ha sido la costumbre rotulada en cruel literatura, por Julito Cortazar en Historia de Cronopios y de Famas, estableciendo diferencias sutiles en el moquido de cada clase social de argentinos.
Edificaciones de corte subterráneo constituyen, la mayoría de mausoleos, los que ostentan el dolor con blasones de yeso, placas de mármol, de letreros inverosímiles compungidos, se mezclan con efigies de cartoban, coronas y ramos de flores sucumbiendo a la intensa y maligna ultravioleta de la tarde, letreros recién lavados por las lluvias del último día, parsimoniosos visitantes mayores que contrastan con la velocidad de los niños cuando buscan una abuela escondida entre los pastos, a la que el padre le duele intensa todavía.
Algo me obliga a comparar la imagen plagada de cruces de los cementerios llenos, cuando están a punto de pasar a terreno obligado de una obra vial y que la distancia generacional entre los deudos y los yacidos ya es larga, lejana y no arranca ni un suspiro por el/la que se fue, para no olvidar esa costumbre actual de reconocer el género aún en estas serias circunstancias, con la tranquila y apacible llanura que se abre a mis ojos, con placas idénticas a nivel de piso, senderos encontrados y bifurcados, señalando extraños nombres y apellidos y un registro petroglífico de periodo de vida, entre el nacimiento y la muerte.
Y es Alvaro el que con certeza señala el camino hacia lo que quedó en tierra de su Ofelia para quien queda un recuerdo que se refuerza, en el primer cabo de año con la manera accidental como se fue, es el repaso de cada uno de sus gestos que aún se actualiza en la memoria, de todos los hijos, hermanos y esposo, que transitan superando la ausencia, a tientas, convencidos que se trata de un llamado a la conciencia, para convencerse de la finitud, del breve puente de luz que une dos oquedades obscuras, el útero y la tumba.
Camino lugares, detrás de la huella que dejaron Ofelia y Lilian, camino atrás de Alvaro que ya se alegra de haberla encontrado, únicamente con el recuerdo de dónde fue enterrada la cucha, vieja, mamá, pacha mama, todos los iconos del lenguaje que la nombran, la desacralizan y la acercan a los recuerdos todavía vívidos. No necesita de coordenadas para encontrar el lugar de su último descanso, todavía es capaz de dar con ella, sin más preámbulos en el pasto cundido de placas blancas, garabateadas con nombres de finados.
Viene después el grajeo coloquial que sirve para desinflar el dolor, la broma repetida de la última anécdota de Ofelia en la fiesta de cumpleaños de Jose. A Hebert enredado en un currulao del Pacífico.:
-‘Doña Ofelia tiene usted un negro en la familia... Mírelo, baila mejor que cualquiera de los afro que están allí...-
y se reía. Se reía acentuando las líneas de sus labios delgados, con la ingenuidad de largo aliento que le daba la vida de haber parido tantos hijos, que le dieron raíces posteriores de nietos y nietas, bellísimas estas, reemplazando generacionalmente a los hijos, y pérfidos chiquillos perseguidores de escarabajos dorados y constructores de pozos de breve profundidad en las arenas de un parque.
Y en esas, se interrumpe la lágrima de Alvaro y empieza la búsqueda de Lilián, un árbol en plena fructificación de vainas estridentes, rompe la monotonía del silencio, hace señas en el borde de un camino bifurcado, a orillas de un lujoso mausoleo, que obliga a mirarlo por su cruel categoría de estrato 7 entre proletos del camposanto.
Santo no puede ser un campo que está rodeado de la vacua vanidad de los vivos que gritan a todo el mundo que no han olvidado sus muertos, en estridentes construcciones, con frontispicio de culto a lo lobo, a la ordinariez más sagrada que oculta la búsqueda de Lilian.
Y rodeamos el campo NY, buscando las abscisas y ordenadas de un desordenado urbanismo de los huesos, búsqueda tras búsqueda, placa tras placa, tratando de encontrar la secuencia que nos conduzca a Lilián.
Y se le haya, la encontramos al borde del camino, Lilián con las fechas completas, y nombrándosela como Lilia María Toledo de Suárez, cuando a ella, librepensadora en su época le terminó doliendo esa cédula, donde decían que era “de alguién” de su fugaz marido, que a los 35 años se le fue con otra, víctima de la andropausia y vistiendo trajes de culicagado en playa, enamorado de su galafarda, que le resultó amazona y le endilgó la responsabilidad de una hija ajena y otra que le ayudó a engendrar.
Pero en fin, eso hace parte del pasado de la saga de los Suárez Toledo que aún no termina.
- Viejo Alvaro no te parece que el árbol se ha callado, que ya no estallan sus estrepitosos y abundantes vainas que desperdigan sus semillas.
- Uy! Si hermano.. suena mágico el asunto.
- Era Lilián que me vió perdido y quizás celosa porque fui donde Ofelia primero o una medida de censura, para que no me dejara obnubilar por el mausoleo de estrato 7 y la ignorara.
- Luego vino el silencio, seguir el marco que rodea la placa blanca con sus letreros negros, arrojar una flor diminuta sobre la placa, invocar un recuerdo de ella y señalarle como la canción de Serrat: No es que haya vuelto por que te he olvidado, es que perdí el camino de regreso, mamá.


23 de Mayo de 2006
Omarkayan

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